jueves, 11 de mayo de 2017
El 11.5.17 por Roberto MARTÍNEZ en Actualidad, Branding, Consultoría, Creatividad, Economía, Emprendedores, Estrategia, Excelencia, Innovación, LeanStartups, Liderazgo, management, MarcaPersonal, Mejora Continua, Personas, startups, talento, VALORES Sin comentarios
Fue en
pleno verano. Hace tres ya. Una tarde de julio insulsamente tórrida e
impregnada de ambigüedades tuve que asistir a una reunión en la que insistieron mi presencia y de muchos otros –me
imagino que por el miedo de no completar aforo-- y escuchar una sobredosis de
profundo y tierno ego de un convocante que ya conocía por sus groseras formas.
Pero asistí. He de decir que sin demasiada ilusión y un poco de modorra.
Esa
tarde impracticable se convirtió en uno de esos momentos inolvidables que uno
recuerda –o tiene siempre presente, o el recuerdo le obliga a tenerlo siempre
presente-- en el transcurso de su devenir personal y profesional. Una tarde,
que pese al bochorno y un imperceptible aire acondicionado, oxigenó mi mente de
impurezas como pocas veces recuerdo. Una ventolera saturada de cambio en la
percepción de un modo anodino y particular de pensar –y practicar--sobre los
retazos del comportamiento humano. Un antes y un después, vaya.
En esa
tediosa reunión conocí a un tipo mediocre del que ya tenía referencias
mediocres. Uno con apellido conocido de familia –de esos compuestos—y tan ilustre
como el betún agrietado. Se sentó a mi lado, cosa que me extrañó en un
principio, al dispensar la sala multitud de huecos vacíos donde poder ubicar
sus posaderas. No sé todavía cómo se arregló para que en el transcurso de la
reunión y en medio del fragor de una charla de medias verdades y palabras que se
perdían en el ambiente, el tipo mediocre en cuestión me hizo partícipe de unas confidencias
encubiertas en un fulgor de crítica exasperante y maliciosa. Me contó tres
historias. Yo no desplegué mi vista del conferenciante charlatán más por
vergüenza y preocupación en el arte sutil de la ocultación que por acallar el
rumor de fondo que desplegaba mi joven compañero.
Tres
historias anodinas de las que dos ya tenía yo constancia. Una del mismo
personaje –o conferenciante grosero-- que hablaba sin piedad y sin claridad de
propósito. Lo despellejó. Que si sus negocios son impíos –no que lo fueran los
negocios presentes sino la lúgubre procedencia del capital con la que invirtió
en negocios--, que si su anterior esposa lo ponía como un déspota y miserable,
que si se aprovechaba de sus trabajadores con sus nimios salarios, que… Una
historia que ya conocía de primera mano de la misma sufrida y anterior esposa,
pero sin las saturadas fantasías exquisitas relatadas por el tipo mediocre en
cuestión.
La
segunda insufrible historia fue acerca de su misma familia del tipo mediocre
que conocí. Que también la conocía en boca de su mismo tío –que éste a su vez
no lo quería ni ver-- pero de forma muy diferente de la que me iba a regalar en
versión de melancolía novelesca. Pero él no lo sabía. No era consciente de la simetría y el contraste del que me iba a
hacer partícipe entre ambos relatos. En definitiva, este tipo mediocre se había
deshecho de su propio hermano en la sociedad que construyeron para la
explotación de un desordenado negocio de nuevas tecnologías. Según este tipo
mediocre, por razones de gestión operativa; según su propia familia de forma
vergonzante, humillante y furtiva con el único objetivo de aprovecharse y
apropiarse de su parte en la sociedad. Me
percaté de que todos hablaban mal de todos, y hasta era posible que todos
tuvieran razón. Hasta ese preciso y exacto momento me llamaba la atención, y
hasta me daba cierto morbo, escuchar
estas historias, e incluso creo que llegué a revivirlas como el destello de una
pesadilla cruel. Y eso me impactó, en ese momento, en ese lugar, en esas
circunstancias.
Ya
empezaba a declararme insumiso, a rebelarme, ante la fácil y peligrosa capacidad de que la
gente juzgara a la gente sin entender las circunstancias de cada uno, y
sinceramente, mi incapacidad de llegar a ser juez y verdugo de mis semejantes.
Empezaba a detestar, a aborrecer, este modo de proceder que tan a la mano se
nos da.
Quedaba
lo mejor. A esas alturas, ya me estaba planteando excusarme de una forma tan
diplomática que entonces yo sólo sabía hacer y marcharme –o salir por patas--,
pero eso de atravesar pasillos, personas, y la posible mirada de desprecio del grosero
conferenciante por osar interrumpirle y encima abandonar su espesa charla, me
hizo desistir. El tipo mediocre en cuestión, impulsó carburante a su
imaginación –yo ya no escuchaba, sólo oía-- y me solicitó mi intervención en
contactos y en un plan de negocio para atraer inversión a unas operaciones de
expansión de su empresa, concretamente en México.
Con
notoria indiferencia y la inmovilidad del silencio, le comenté un escueto “ya
veré que puedo hacer”. Falso. No iba a mover una sola pestaña. Una persona o tipo
que sin haber cruzado con él una sola palabra en mi vida, me hacía partícipe de
tal cúmulo de flatulencias no era recomendable. Ni para compartir café. Ni
siquiera el grano. Gente que extirpa opiniones de los demás como si fuera un
cirujano en acción enfundado con un precioso guante de béisbol.
Mientras
seguía disertándome con más cosas que ya no le prestaba la mínima atención –con
esa habilidad de hablar en voz baja e inaudible en una conferencia de alma
vacía y árida—yo continuaba reflexionando sobre el derecho impropio e insano
que nos asiste a las personas en juzgar los actos de los demás sin saber ni las
circunstancias ni las texturas que conllevan a determinar acciones y
soluciones. Me vino a la memoria ese dicho “el que juzgue mi camino le presto mis
zapatos”. Qué grandiosa frase. La tendríamos que llevar grabada en el mismo alma.
Este
golpe brutal de crítica feroz e impropia de un ser humano hacia otro ser humano,
del que se me estaba haciendo partícipe, me sirvió, a partir de ese momento, para
comenzar a limpiar de forma paulatina mi forma de pensar y de actuar relativo a
ese gris proceder de crítica sanguinaria. No quise escuchar jamás—y lo he
cumplido a rajatabla-- más historias
invertebradas absolutamente de nadie, ni críticas de acontecimientos con o sin
rumbo, ni defender lo imposible, ni de mañanas frías o calurosas, ni de
conciencias que no se reprochan después, ni de corazones nublados, ni
claridades difusas, ni de perplejidades pintadas en el rostro. Y por supuesto,
de mi parte, jamás juzgar las conductas ni realidades, fantasiosas o no, de los
demás. Cada uno sabe los zapatos que lleva con los que afrontar el camino de su
destino. Cada uno conoce mejor que nadie los ingredientes de su propia
existencia, de su propia cocina personal y profesional. Cada uno es lo mejor de
sí mismo. Cada uno es como es. Yo y mis circunstancias, decía Ortega y Gasset.
Zapatos
de papel. Esos que calzan con expresión fascinada las aventuras de los demás
sin pararse un solo momento en su propia alma mezquina, en su modo de proceder,
en su particular camino, en el tipo de calzado que lleva. Quien sabe nadie…
Una
tarde tórrida e impracticable de julio de un verano en la que sopló una brisa
limpia y clarificadora que oxigenó de impurezas mi mente. Sobre el tipo mediocre
en cuestión, me lo quité de las redes sociales, como personas que no me aportan
nada –al igual que otras muchas—y en alguna imagen con efecto de espejismo lo
he visto impartir algunas charlas a estudiantes jóvenes. Quien sabe
nadie….zapatos de papel sobre terrenos escarpados.
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